Siempre tuve claros mis objetivos educativos: inscribirme en la universidad como estudiante de humanidades, explorar la literatura que amo y, eventualmente, asistir a la facultad de derecho. Actualmente estoy en mi penúltimo año de universidad, más cerca de la meta que del inicio de mi camino académico.
Sin embargo, aunque mi plan no ha cambiado, el entorno en el que lo llevo a cabo sí lo ha hecho. En la última década, la inscripción en carreras de humanidades ha disminuido en un 17%. Hemos sido testigos de un cambio radical en la cultura educativa, en las prioridades y en los objetivos de la formación superior.
El sistema educativo actual está más orientado a los resultados que nunca antes. Muchos estudiantes se evalúan a sí mismos según su ranking académico, el salario que esperan ganar o su promedio de calificaciones. Escogen su carrera no porque el conocimiento sea un fin en sí mismo, sino porque lo ven como un medio para obtener algo más. En mi opinión, los estudiantes están cada vez más preocupados por el resultado del título que por el proceso de aprendizaje en sí.
Si bien no hay nada de malo en querer un empleo bien remunerado o aspirar a una institución de prestigio, esta visión corporativa de la educación ha generado una cultura de apatía y deshonestidad en las aulas. Cada vez más estudiantes recurren a la deshonestidad académica y dependen de la inteligencia artificial para tareas cognitivas básicas. Esta obsesionada cultura de los resultados también ha influido en la percepción social sobre las humanidades, priorizando la dificultad de los cursos y las perspectivas de empleo por encima del valor del conocimiento.
Este fenómeno ha llevado a ensalzar las carreras de ciencia, tecnología, ingeniería y matemáticas (STEM, por sus siglas en inglés), mientras se menosprecian las humanidades por considerarlas irrelevantes. Las disciplinas STEM suelen ser vistas como más difíciles, y en muchos casos lo son, pero las humanidades aportan profundidad a la sociedad a través del estudio y la creación de arte, leyes, filosofía y códigos éticos. La dificultad es importante, pero la profundidad también lo es.
Debemos valorar ambas y fomentar el aprendizaje en profundidad como un fin en sí mismo.
Desafortunadamente, los legisladores en Florida no parecen compartir esta visión. En 2021, el gobernador Ron DeSantis firmó una ley que obliga a encuestar anualmente a unos 500.000 estudiantes, profesores y empleados para detectar posibles sesgos políticos y supuestas posturas contrarias al conservadurismo en los campus universitarios. Estas críticas suelen dirigirse a las facultades de humanidades.
La ley fue suspendida indefinidamente tras la encuesta de 2022. Los resultados estudiantiles fueron poco significativos debido a la baja tasa de respuestas, pero los de los profesores contradijeron las afirmaciones del gobernador sobre la supuesta influencia de la “ideología woke” en la academia. A pesar de esto, la oleada de reformas y cambios culturales en la educación superior continuó.
El plan político del gobernador está dificultando el acceso a los estudios de humanidades. Ha intentado deslegitimar el conocimiento de los docentes, eliminar cursos y programas que traten “políticas identitarias” e imponer el estudio del canon occidental en la educación general.
En un momento dado, algunos legisladores republicanos de Florida incluso propusieron excluir las carreras de humanidades de la beca Bright Futures, financiada por la lotería estatal, argumentando que solo debería cubrir por completo las carreras que conduzcan “directamente al empleo”.
Como resultado de la inclusión obligatoria del “canon occidental” en el proyecto de ley SB 266, el Consejo de Gobernadores de Florida eliminó 702 de los 1.181 cursos de educación general en la Universidad de Florida, una gran parte de ellos relacionados con humanidades.
Entre los cursos eliminados de la lista de educación general se encuentran asignaturas sobre el Holocausto, historia afroamericana, estudios de género y religión (especialmente religiones orientales). Aunque no se han eliminado por completo, la rigidez de los planes de estudio y los costos adicionales dificultan que los estudiantes puedan cursarlos sin que formen parte de los requisitos de su carrera.
Al restringir el acceso a estos cursos, el poder legislativo de Florida está limitando la diversidad y profundidad de los materiales académicos sin prohibirlos abiertamente. La ley SB 266 opera en segundo plano para filtrar asignaturas que no se alinean con la perspectiva “occidental”, mientras que otras leyes complementarias actúan de manera frontal para prohibir el uso de ciertos enfoques o marcos teóricos en la enseñanza.
Además, esta legislación ha llevado a los docentes a autocensurar sus clases por temor a perder sus empleos, lo que obstaculiza el debate de ideas complejas en el aula.
Bajo la excusa de combatir la “ideología woke”, estas leyes devalúan a los estudiantes y profesores de humanidades y desincentivan el acceso a una educación global en un entorno académico amplio e inclusivo. Priorizar la dificultad sobre la profundidad solo contribuye a agravar la crisis cultural en la educación superior.